lunes, 15 de agosto de 2011

National Geographic (Parte I)



"The ugly and the stupid have the best of it in this world.
They can sit at their ease and gape at the play."
- Oscar Wilde, The Picture of Dorian Gray

El lunes por la mañana, la campanilla de la sastrería sonó al abrirse la puerta. Urrutia se encontraba agachado detrás del mostrador, recogiendo una tijera metálica que había botado por error veinte segundos atrás. Su boina habitual cayó al piso al recoger las tijeras. “Carajo”, murmuró. A sus bastante desgastados 46 años, sus piernas y espalda empezaban a sufrir los daños del tiempo y el trabajo manual, invadiéndolo de angustia y frustración. No tenía ni hijos ni mujer, y la escasez de clientela atisbaba la quiebra del negocio heredado de su padre. “A la gente ya no le importa vestirse bien, y la ropa confeccionada es un negocio francamente improductivo”, le dijo vehementemente un extraño en un bar, años atrás. Por años lo había negado, cegándose, pero hacía más de dos semanas que la campanilla no decía una palabra.

Se incorporó, malhumorado, para saludar al visitante, esperando encontrarse a otro cartero pidiendo direcciones. Sus pupilas, fijas, se clavaron en las del hombre de ojos brillantes que se encontraba de pie al otro lado del mostrador. Le parecía imposible que de todas las personas que podían haber cruzado el umbral de la tienda, fuese este hombre en particular el que estaba parado delante de él. Urrutia no pudo ocultar la emoción y el desconcierto en su cara, y su mueca fue respondida con una mirada misteriosa y altiva. Obviamente, Córdova no tenía ni la menor idea de quién era el sastre, e ignoraba por completo que este sabía de él mucho más que la mayoría de sus socios.

“Usted es el sastre, ¿verdad?” – dijo Córdova, con una voz cadente y melódica que Urrutia encontraba insoportablemente deliciosa.

“Así es” – gruñó Urrutia, incómodo y fastidiado por lo que este hombre producía en él. Era uno de esos hombres que tienen todo en la vida. Sumamente atractivo y exitoso, familia de primera plana del periódico local. Su sonrisa impecable y sus ojos desconcertantemente hermosos hacían imposible que pasara desapercibido, a pesar del sobrepeso evidente que los años habían ido dejando en él.

“Buenos días, Miguel Córdova” – saludó el cliente, estrechando la mano. “Necesito confeccionarme una camisa. Quiero que sea hecha a medida exacta, con la seda más fina que pueda conseguir. El precio no es un problema. La necesito lo más pronto posible”.

“Pasemos a tomar sus medidas entonces” – tragó Urrutia, con la boca seca y sin saliva.

En el salón de atrás, la cinta métrica se deslizaba firmemente sobre la espalda ancha y cuerpo firme de Córdova. Urrutia hacía un esfuerzo inhumano por mantener la cordura. Su corazón palpitaba fortísimo, en el pecho, el abdomen, el pubis y el cuello. Su respiración era rápida, su espalda tensa. Su cuerpo rígido, sudando frío. Eran más de dos años que estaba en secreto obsesionado con este hombre. Lo había visto por primera vez en un evento social al que había asistido invitado por una antigua clienta que ya no frecuentaba el negocio, y su porte y misterio desconcertantes lo habían intrigado al punto de seguirlo con la mirada durante toda la fiesta. Había averiguado su nombre, su teléfono y dirección. Se lo cruzaba intencionalmente en la calle, el mercado y en el puerto. Se sentaba a mirarlo pasar. El momento cumbre de sus sábados eran los 3 minutos que veía a Córdova comprando naranjas en el mercado con Ana, su hija de 6. La niña era linda, tenía los ojos de su padre.

Urrutia anhelaba tocarlo, acariciarlo, hacerlo suyo y ser parte de él. No sabía si era envidia, amor, fijación u odio lo que sentía, pero a veces despertaba sobresaltado en las noches, con el corazón en la boca y sin respiración, murmurando su nombre. Y ahora lo tenía ahí, solo, en la sala de medidas, tocándole la espalda, los hombros y el pecho. Levantando sus brazos, cogiendo sus puños. Olvidó las medidas adrede, a pesar de que las había calculado con bastante exactitud meses atrás, una tarde en la playa, y repitió todo el proceso.

“La tendré lista para el jueves” – dijo Urrutia, emocionado, encantado, una vez terminados y apuntados los números. “No se irá decepcionado”- agregó, con una mirada penetrante y una sonrisa enfermiza.

El sastre no durmió en tres días. Contaba las horas que faltaban hasta el jueves por la mañana compulsivamente. Setentaidós. Setentaiuno y un cuarto. Setentaiuno. El mismo lunes, al atardecer, fue al mercado que estaba detrás del puerto. Sesentaicuatro. Hacía el camino a pie siempre y sin excepción, con boina y gabán, marcando el asfalto con sus pasos largos y decididos. Su apariencia extravagante y metronoventa encorvado le garantizaban una o dos miradas temorosas en el camino, que el respondía con su sonrisa partida de dientes amarillos por el tabaco de años, escondida debajo de su nariz aguileña.

Llegó al puerto en lo que sintió que fue un instante. Sesentaitrés. No notó a la gente que se cruzaba en el camino, pues solo había espacio para Córdova en su mente. La camisa sería perfecta, la había imaginado con lujo de detalles. Compró tijeras nuevas y afiladas, hilos y alfileres de los más caros, y seda iñigo importada de Egipto, carísima, que se deshacía al tacto como si fuese líquida.

Las noches de trabajo fueron arduas. No salió del taller, olvidó varias comidas, cerró la tienda y no descansó. Las horas pasaban, algunas muy lentas y otras en tropel. Cincuentainueve, hizo los moldes desde cero, con la precisión de un estratega militar y la exactitud de un microbiólogo. Cincuentaicinco, la seda se separaba grácil al paso de las hojas cortantes de las tijeras, que Urrutia dominaba con la destreza que su padre le había enseñado. Cuarentainueve, cuarentaiocho, cuarentaisiete, cada puntada que daba con la aguja e hilo era perfecta, simétrica, exacta. No usaba dedal porque nunca fallaba. Recordaba la cara de Córdova, sus dedos acariciando su cuerpo a través de la cinta métrica, y seguía trabajando, sin hambre ni sueño. Cuarenta, trabajaba en los puños, perfectos, idénticos. Treintaicinco, el cuello alto, almidonado. Treintaitrés, cosía los botones, uno por uno. Treintaiuno. Había terminado.

***

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