La hora no
es precisa en el servicio Expreso del Metropolitano que sube raudamente por la Vía
Expresa en dirección al Centro de Lima. El bus no está ni tan lleno ni tan vacío,
y yo espero sentado en algún lado, o quizás parado contra alguna columna. Estoy
en la recta final, en un viaje suicida que acabara con mi vida. Hay una bomba
bajo el puente Benavides y estoy obligado a morir en el bus en el que viajo. El
recorrido ha sido sincronizado: la bomba debe explotar cuando pase junto a
ella. Cruzo miradas con un desconocido. No tiene cara, no tiene nombre, no
tiene sentido y quizás por eso me cautiva. A pesar de la detonación inminente hablamos.
Me distraigo y perdido me divierto.
Pasamos por
la Estación 28 de Julio y recuerdo que tengo que enviar la señal de confirmación
cuando paremos en Benavides. Pero no quiero. Sé que tengo que hacerlo, pero no
quiero. Miro dubitativamente mi celular y lo guardo nuevamente. Y tomo la
decisión impulsiva. Basta con pensarlo para cambiar la velocidad. El bus
acelera surcando los carriles vertebrales en la vía rápida y pasamos velozmente
bajo el puente Benavides. El bus no se detiene. Yo no mando la señal.
Hay enojo
en el aire y culpa en mi corazón. Miro hacia atrás desde la Estación Ricardo Palma,
y siento la tierra temblar. Una nube de humo envuelve la estación anterior
mientras esta se desploma. La gente grita, asustada, los buses caen y los
carros se dan vueltas de campana mientras el Expreso en el que viajo sigue
alejándose rápidamente.
Inmediatamente
escucho por el altoparlante. La cuenta total es de cinco muertos y un herido. Cinco
muertos y un herido. Cinco muertos y un herido. Los números se repiten una y
otra vez en mi mente desconcertada mientras el bus se aleja conmigo. El desconocido ahora conduce, cada vez más rápido, y cada
vez más lejos, y el bus se adentra con mi desconcierto en las profundidades de
los Andes.
(Basado en un sueño evidente)
No hay comentarios:
Publicar un comentario