miércoles, 26 de enero de 2011

Te Conozco Bacalao

Una vez más, sus cejas se besaron volviéndose una, dándole a su mirada esa expresión firme que me desarma, encanta y asusta, todo al mismo tiempo. ¿Qué me vas a decir ahora? Sus pupilas perforaban las mías como taladro en asfalto y la vergonzosa verdad, tan obvia, bailaba atrapada en mi cara, tentada a presentarse formalmente en un perdón balbuceado. No había necesidad de decirlo, él tenía razón y yo no. Él lo sabía, yo lo sabía, y él sabía que yo lo sabía. Argumentos, excusas, pataletas y otras tantas irracionalidades rodaron por mi cabeza infructuosamente. Ninguna llegó a mis labios, que se abrían y cerraban como la boca de un pez al fondo del mar que no sabe muy bien qué hacer o para dónde huir. Esta pelea ya la conozco, ya la tuve. “No puedo creer que te hayas enojado por esto”, escuché. Ya pedí perdón por esto, a otra persona, en otro tiempo pero en una circunstancia muy parecida. ¿Qué hago aquí de nuevo? Mis rollos me habían traicionado, una vez más, llevándome al mismo punto en donde estuve hacía seis meses, hacía un año, hacía dos.

Y es que rollos tenemos todos. Asuntos pendientes, cosas sin resolver, puntos débiles, nervios sensibles. Estos depósitos de grasa psicológica nos cagan la vida, en grado variable. Podemos ir a terapia, que es más o menos como inscribir a la psyche en el gimnasio: vas a quemar algo y ponerte en forma, pulir, tonificar, sufrir, aumentar masa muscular, sacar lo mejor de ti. Los trainers te dan proteínas, los psiquiatras te dan monoaminas, siempre con el objetivo de mejorar tu cuerpo o tu mente, según corresponda. ¿Sirve? Un rato al menos. ¿Necesario? A veces, indispensable en unos casos contados. Cuando vas al gimnasio el trainer te dice “tienes que bajar esa llanta” o “por lo menos 3 cm más en los brazos”. No lo habías notado antes, pero ahí están, sales de la ducha, limpias el espejo empañado y los ves.  Hola, rollos. Lo mismo con la terapia. Hola, rollos. Ahí están, resueltos a medias, presuntamente procesados por divanes o libros de autoayuda, o quizás desconocidos y recién descubiertos, pero ahí, presentes y jodidos a fin de cuentas, rollos.

Pero hay una diferencia entre los rollos psicológicos y los rollos que Madonna no tiene, y es que aunque te pases 4 horas diarias en terapia, tu mente nunca va a tener un cuerpazo. Y eso, para todos. Todos, todos, todos, el Dalai Lama, Justin Bieber y MVLL incluidos, todos tienen rollos psicológicos, a todos se les descuelga el mondongo por algún lado, y no hay faja ni sonrisa que pueda cubrirlo por completo. En la medida en que más conoces a alguien, más conoces sus rollos, adipocito por adipocito. Por eso, creo, la gente que más quiero es la que más me desespera. Quienes amo me sacan de quicio. Me desesperan porque los conozco, me sacan de quicio porque sé por dónde cojean, y verlos caerse, una y otra vez, llega a parecerme una verdadera estupidez. Entiéndase que no es falta de cariño, sino pura frustración. ¿Qué tanto te quejas, si sabes que el/ella es así? Ni idea.

El amor, las relaciones, la familia, la amistad y el compromiso, se basan en una cosa en el fondo: conocer, aceptar y camotear los rollos de las otras personas. Aceptar que no puedes cambiarlos. Sonreír con ternura cuando los ves caerse de nuevo, ayudarlos a pararse. Enseñarles cuales son sus rollos, siempre con harto cuidado (no olvidar!). Mandarlos a la mierda cuando toca.


Y lo mismo para el otro lado, todos lo necesitamos a veces. Un cachetadón, una mirada fulminante, un silencio sepulcral, un baldazo de agua fría. Un abrazo, una sonrisa paternalista, una mandada a la mierda.

Entonces. Podríamos luchar eternamente contra ellos, pero puede ser agotador y es muchas veces por las puras. Si hay rollos que no podemos cambiar, podemos por lo menos comprometernos a unas cuantas cosas. Conocer nuestros rollos, por delante y por atrás. No quedarnos horas frente al espejo mirándolos por las puras y perdiendo el tiempo. Ir al gimnasio, a veces, cuando nos dicen que el blanco no nos queda muy bien. Reconocerlos, aunque vengan disfrazados como un bacalao. Reducirlos, hasta donde se pueda. No dejar que nos alejen de conseguir lo que queremos. Aceptar que son una joda y que hacen que metamos la pata. Y, mucho más importante, disculparnos bien y sinceramente por ellos cuando joden a los demás.

Perdón. Hay temas que no me gusta tocar, pero eso es culpa mía, no tuya.

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